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Luz en la soledad

A lo largo de la vida, todos enfrentamos momentos que nos parecen oscuros. Ya sea por la pérdida de un ser querido, problemas de salud, soledad o simplemente los desafíos que trae el paso del tiempo, es natural sentirse, a veces, un poco a la deriva. Pero incluso en los días más grises, existe una luz esperando a que la descubramos. Y no, no siempre se encuentra detrás de una nube dramática: a veces está en un libro, en un paseo, o incluso en el placer de reírnos de nosotros mismos.

La soledad puede ser elegida o impuesta, y en ambos casos merece nuestra atención. Estar solos no significa estar abandonados; significa, en ocasiones, tener tiempo para reconectar con lo que realmente importa. Por ejemplo, sí, ese silencio puede ser incómodo, pero también puede ser el escenario perfecto para escuchar tu música favorita a todo volumen sin que nadie te mire raro.

Disfrutar de momentos de soledad nos ayuda a crecer y a encontrar paz. La clave está en distinguir cuándo la soledad nos nutre y cuándo nos lastima. Porque, seamos sinceros, pasar un día entero viendo series sin hablar con nadie puede ser un lujo… o una trampa emocional. Todo depende de cómo lo vivamos.

Con el tiempo, el aislamiento puede afectar nuestra salud y ánimo. Perder seres queridos y ser conscientes de nuestra propia fragilidad nos hace valorar más las relaciones que nos dan energía y alegría. Por eso, en esta etapa es fundamental elegir bien con quién compartir nuestro tiempo, cómo comunicarnos y mostrar empatía. Sí, incluso si eso significa decir “no” a reuniones interminables que más que nutrirnos nos dejan agotados.

El apoyo, el cariño y las buenas conversaciones nos recuerdan que no estamos solos. Participar en actividades que nos gustan mantiene viva nuestra chispa y fortalece nuestros lazos. Y si nos atrevemos a reírnos de las pequeñas ironías de la vida —como que seguimos buscando calcetines desaparejados incluso a los 70—, mucho mejor.

Con un poco de amor propio y la compañía adecuada, podemos transformar nuestra experiencia, avanzar con fuerza y disfrutar de cada momento. Porque la soledad no es un castigo: es un escenario donde podemos bailar a nuestro propio ritmo, con la luz que nosotros mismos decidimos encender.

La soledad
Entre spa mental y castigo con eco

La soledad suena a palabra grande y apocalíptica, como si te hubieran sentenciado a pasar los días hablando con las paredes. Pero en realidad es mucho más irónica: puede ser un lujo, una trampa o, simplemente, la excusa perfecta para poner la música a todo volumen sin que nadie te mire raro… salvo tu gato, que ya planea tu funeral.

Porque, seamos claros: estar solo no significa estar olvidado. A veces es un respiro, un lujo de ricos sin dinero. Ese silencio que al principio huele a vacío puede convertirse en el escenario ideal para redescubrir lo que importa. Y sí, a veces lo que importa es acabar una serie entera en un día y luego jurar solemnemente que “solo viste un par de capítulos”. Mentiroso, pero feliz.

La soledad elegida es como un spa mental: nadie te da órdenes, nadie te juzga, nadie te recuerda que la planta de la cocina está muerta porque olvidaste regarla hace un mes. En cambio, la soledad impuesta pica, muerde, duele. Te recuerda pérdidas, fragilidades y que a veces tus únicos compañeros de mesa son los prospectos de los medicamentos. Pero hasta en esa cara amarga hay un aprendizaje: uno empieza a entender que no se trata de coleccionar gente alrededor, sino de filtrar bien y quedarse con lo poco —y lo bueno— que de verdad aporta.

El día a día ya nos regala suficiente absurdo: colas eternas en el súper que parecen ensayos para el infierno, trámites burocráticos diseñados por sádicos y familiares impacientes que preguntan: “¿otra vez solo/a?”. Sí, otra vez. Y mañana también, gracias. La compañía no siempre suma; a veces resta. Por eso conviene quedarse solo con la gente que enciende tu chispa, aunque sea para reírte juntos de cómo sigues buscando calcetines desparejados a los 70.

¿Que la soledad prolongada puede hacernos daño? Claro, somos humanos, no cactus. Pero también es cierto que puede regalarnos tiempo para escucharnos, reírnos de nuestras manías y montar un karaoke en pijama con el micro del mando de la tele. Nadie te aplaudirá, salvo el eco, pero al menos no desafinarás más que tu cuñado en Navidad.

Al final, la soledad no es un castigo, es un escenario. Y ahí decides tú: ¿prefieres dar un monólogo trágico digno de Shakespeare… o montar un circo donde el público son tus calcetines desparejados y tu epitafio podría ser: “murió solo, pero a carcajadas”?

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